miércoles, 14 de enero de 2009

Jerusalén: el círculo de tiza

por Slavoj Zizek

Muchos pensadores de lo político, desde Pascal a Kant y Joseph de Maistre, desarrollaron la noción de los ilegítimos orígenes del poder, del “crimen fundacional” sobre el que se asientan todos los estados: la razón por la cual se debe ofrecer al pueblo “nobles mentiras” disfrazadas como narrativas heroicas del origen. En relación a esas ideas, todo cuanto frecuentemente se dice sobre Israel se demuestra verdadero: la desgracia de Israel es que fue establecido como nación-estado uno o dos siglos demasiado tarde, bajo unas condiciones que determinaron que aquellos crímenes fundacionales ya no eran aceptables. La ironía definitiva es que fue la misma intelligentsia judía, su influencia intelectual, la que ha contribuyó a la cristalización de esta inaceptabilidad.

Durante mi última visita a Israel, un intelectual judío, quien estaba muy al tanto de mis simpatías palestinas, burlonamente me preguntó: “¿no te avergüenzas de estar aquí, en Israel, en este estado ilegal, en este estado criminal? ¿No te preocupa que al estar aquí tus credenciales izquierdistas puedan ser contaminadas y te conviertas en nuestro cómplice?”.

Honestamente, debo decir que cada vez que visito Israel experimento la extraña emoción de ingresar en un territorio de violencia ilegítima. ¿Significa esto que soy (no tan) secretamente un antisemita? Pero… ¿y si lo que me perturba fuese, precisamente, hallarme en un estado que todavía no ha obliterado la “violencia fundacional” de sus “ilegítimos” orígenes?, ¿que no los ha reprimido, como todo el resto, en un pasado inmemorial, fuera de la vista? Es en este sentido que la verdadera confrontación que actualiza el estado de Israel es la exhibición de un pasado obliterado de todo poder estatal.

¿Por qué somos más sensibles a esta violencia en nuestros días? Precisamente porque, en un universo global que se legitima a sí mismo con una moralidad global, los estados soberanos ya no pueden estar exentos de condena moral. Deben ser considerados agentes morales y ser castigados por sus crímenes, sin importar qué tan cuestionado pueda ser el ente que imparta justicia y/o quien juzgue a los jueces. La soberanía estatal, por tanto, se halla severamente limitada. Esto vale también para el emblemático valor del conflicto en el Medio Oriente: nos interpela con la fragilidad y la porosidad de la frontera que separa el poder no estatal “ilegítimo” del poder estatal “legítimo”. En el caso del estado de Israel, sus orígenes “ilegítimos” no han sido obliterados todavía. Sus efectos todavía se sienten plenamente. Aquel motto de Bertolt Brecht (en su Opera de pordioseros) viene a la mente: “¿qué es el asalto a un banco comparado con fundar un banco?”. En otras palabras, ¿qué es el robo que viola la ley comparado con el robo que ocurre al interior de la ley? Uno está, pues, tentado a actualizar ese motto brechtiano: ¿qué es cometer un acto de terror contra un estado comparado con los crímenes de un estado terrorista?

Cuando desesperados observadores occidentales se preguntan por qué los palestinos persisten en ese terco arraigo a su tierra y se resisten a disolver su identidad palestina en el vasto océano árabe, están demandando precisamente que Palestina ignore la violencia “ilegítima” fundacional del estado de Israel. En una exhibición de justicia poética que enfatiza las ironías de la Historia, los palestinos le están devolviendo a Israel su propio mensaje, pero en forma invertida. He ahí el patológico arraigo a la tierra, que implica el derecho de regresar a ella mil años más tarde: una negación de facto de la desterritorialización que supuestamente caracteriza al capitalismo contemporáneo. Pero el mensaje invertido va incluso más lejos. Imagine el lector que lee la siguiente declaración en los medios:

“Nuestros enemigos nos llaman terroristas. Pueblos que no eran enemigos ni amigos… también usaron esta nominación latina… y sin embargo, no éramos terroristas… Los orígenes históricos y lingüísticos del término “terror” demuestran que no puede ser aplicado a una guerra de liberación… Quienes luchan por la libertad deben armarse, de otra manera serian aniquilados fácilmente…. ¿Qué tiene que ver la lucha por la dignidad del hombre contra la opresión y la subyugación con el “terrorismo”?”.

Instantáneamente, uno podría atribuir esta declaración a un grupo de extremistas musulmanes y condenarla sin vacilaciones. Sin embargo, el autor de esas palabras es nada menos que Menahen Begin, en los años cuando la Haganah combatía contra la ocupación británica en Palestina (1). Resulta muy interesante notar que durante aquellos años de la resistencia israelí contra la ocupación militar británica de Palestina el mismo término “terrorista” tenía una connotación positiva.

Hagamos otro experimento mental: Imagine leer en un periódico contemporáneo una solicitada cuyo encabezado fuese “Carta a los terroristas palestinos” y en cuyo texto principal se leyera:

“Valientes amigos. Podrán no creer lo que les escribo, pero hay harto fertilizante en el aire en estos momentos. Tomen mi palabra de reportero que cuanto digo es verdad. Los palestinos de América están con ustedes. Ustedes son nuestros héroes. Cada vez que hacen volar un arsenal israelí, o destrozan una cárcel, o mandan unas vías de tren a las nubes, o asaltan un banco israelí, o cuando con sus armas les dan su merecido a quienes invaden nuestras tierras, los palestinos de América celebramos una fiesta en nuestros corazones”.

Una carta muy similar a ésta fue publicada en 1940 en los periódicos norteamericanos. Estaba firmada por nada menos que Ben Hecht, el celebrado guionista de Hollywood. Reproduzco la carta fielmente, solamente he reemplazado “judíos” por “palestinos” y “británicos” por “israelíes” (2). Podría decirse que es muy sugerente que la primera generación de líderes israelíes confesara abiertamente que sus reclamos de la tierra palestina no podían justificarse en términos de justicia universal y, por tanto, que, simplemente, asistimos a una guerra de conquista entre cuyos oponentes no es posible ejercer ninguna forma de mediación.

Veamos ahora algo que escribió David Ben Gurion, primer ministro de Israel:

“Todo el mundo puede apreciar la gravedad de los problemas en las relaciones entre árabes y judíos. Pero nadie advierte que no existe solución. ¡No hay solución! Hay un abismo y nada puede unir ambos lados… Nosotros, como pueblo, queremos que esta tierra sea nuestra y el pueblo árabe también la reclama como suya” (3).

El problema con esta declaración es evidente: ya no es aceptable una tal separación entre conflictos étnicos por tierras y sus inaplazables consideraciones morales. Es por esto mismo que la manera en que analiza el conflicto Simon Wiesenthal (en su Justicia, no venganza) es profundamente problemática:

“Alguna vez se entenderá que es imposible levantar un estado sin que algunas personas, que han estado viviendo en la región, sientan que han sido privadas de sus derechos (ya que donde nadie ha vivido nunca es de presumir que es imposible que vaya nunca a vivir nadie). Uno debería darse por satisfecho con que las infracciones se mantengan bajo control y con que se afecte a la menor cantidad de personas. Esa fue la situación que enfrentó Israel cuando su fundación…. Después de todo, allí hubo población judía durante mucho tiempo y además la población palestina era comparativamente escasa y tenía numerosas opciones para ceder”. (4)

Acá Wiesenthal está preconizando nada menos que una violencia fundacional estatal con rostro humano; una violencia, pues, con violaciones limitadas. (Y en lo que refiere a la relativa escasez comparativa de habitantes, baste decir que en 1880 la población del territorio palestino era de 25 mil judíos contra 620 mil palestinos). Sin embargo, desde la perspectiva del presente, la frase más interesante de Wiesenthal ocurre páginas más adelante, cuando él escribe: “El continuamente victorioso estado de Israel no puede descansar para siempre en la simpatía hacia la víctima”. Wiesenthal parece dar a entender que ahora que Israel es un estado “continuamente victorioso” ya no necesita portarse como víctima, sino que le basta y sobra con ejercer su poderío. Puede ser cierto, mientras que no se olvide que a toda nueva posición de poder corresponden nuevas responsabilidades. El problema es que el estado de Israel, a pesar de ser “continuamente victorioso”, todavía usufructúa de la imagen del pueblo-víctima para legitimar sus políticas de poder, así como para denunciar a todo aquel que no condone sus acciones como simpatizante encubierto del Holocausto. Arthur Koestler, aquel gran anticomunista converso, propuso una profunda iluminación: “Si el poder corrompe, la reversa también es verdadera: la persecución corrompe a sus víctimas, aunque tal vez lo haga por medios mas sutiles y mas trágicos”.

He ahí la falla fatal en el alguna vez poderoso argumento esgrimido para la creación del estado nacional de Israel después del Holocausto: al crear su propio estado, los judíos habían superado la situación de verse arrojados a los estados de la diáspora y a la intolerancia o tolerancia de aquellas mayorías nacionales que los cobijaron. Y si bien esta línea de razonamiento prescinde de consideraciones religiosas, debe apoyarse en la tradición religiosa para justificar la locación geográfica del nuevo estado. De lo contrario, uno caería en la broma del que perdió su billetera en la calle y la busca cerca del poste de luz ya que más allá no se ve nada.

Es muy simple: los judíos tomaron la tierra de los palestinos porque era más fácil tomarla de ellos que de aquellos culpables del Holocausto, de aquellos responsables de su sufrimiento y que, por tanto, les debían resarcimiento. Vale decir: ¿por qué los judíos no reclamaron Berlín o Roma para fundar el nuevo estado de Israel?

Robert Fisk, periodista británico que vive en Líbano, hizo un documental sobre la crisis del Medio Oriente. Allí cuenta:

“Unos vecinos árabes, refugiados palestinos, me mostraron la llave de la casa de que ellos habían sido propietarios en Haifa, antes de que les fuera quitada por los israelíes. Decidí visitar a la familia judía que vivía en aquella casa y una vez allí les pregunté de dónde habían venido ellos. Su respuesta fue: Chrzanow, un pequeño pueblo cerca de Cracovia, en Polonia. Acto seguido, ellos me mostraron una foto de su antiguo hogar polaco, mismo que habían perdido durante la guerra. Viajé entonces a Polonia y entrevisté a la familia que vivía ahora en aquella casa de Chrzanow. Ellos eran unos “repatriados” de Lemberg, al presente territorio de Ucrania occidental. No era difícil imaginar el próximo eslabón de la cadena. Los repatriados polacos seguramente fueron expulsados de su casa cuando la ocupación soviética”. (5)

Es aquí donde entra el Holocausto. La referencia al Holocausto habilita a los israelíes a salirse de esa cadena de sustituciones y relevos. Pero quienes usan el Holocausto de esta manera lo están instrumentalizando para sus usos políticos actuales.

El gran misterio acerca del conflicto israelí-palestino es por qué ha persistido irresuelto durante tanto tiempo cuando todos sabemos que la única solución viable es que los israelíes se retiren la Faja Oriental y de Gaza, que se establezca un estado palestino, así como suscribir algún tipo de acuerdo en relación a Jerusalén. Toda vez que un acuerdo ha sido logrado, éste ha sido roto de manera inexplicable. A menudo, se trataba de negociar alguna simple fórmula para resolver asuntos menores y de pronto todo falla, todo se cancela, exhibiendo la fragilidad de cualquier compromiso político. El conflicto en Medio Oriente ha adquirido estructura de síntoma neurótico: todos conciben una forma de liberarse del obstáculo y sin embargo nadie quiere quitarlo del medio, como si existiese una suerte de patológica ganancia libidinal a obtenerse con la persistencia del embrollo.

Uno se halla tentado a hablar de un nudo sintomático. ¿Acaso no da la impresión de que en el caso del conflicto palestino-israelí los roles han sido de alguna manera invertidos, retorcidos, como en un nudo? Israel –representando oficialmente la modernidad liberal occidental en la región- se legitima a sí mismo en términos de identidad étnico-religiosa, mientras que los palestinos –rotulados como premodernos y fundamentalistas- legitiman sus demandas en términos de ciudadanía secular (si uno hasta se siente tentado a pensar que fue precisamente la ocupación israelí de aquellos territorios lo que empujó a los palestinos a percibirse a sí mismos como una nación separada, en busca de su propio estado, y no una mera parte integrante del vasto conglomerado árabe). Tenemos así la paradoja del estado de Israel, esa isla de supuesta modernidad liberal en el Medio Oriente, contrarrestando las demandas árabes con demandas étnico-religiosas cada vez más fundamentalistas, relativas al reclamo de su tierra sagrada (con centro en Jerusalén). La ironía más acendrada la revelan encuestas que señalan que los israelíes son la colectividad con mayor índice de ateísmo en todo el mundo: cerca del 70% no cree en ninguna clase de divinidad. Así, el reclamo judío de la tierra consiste en un arraigo fetichista: “Sé muy bien que Dios no existe, pero creo de todas maneras que Él le dio esta tierra a su pueblo elegido”.

Habría que buscar salidas imaginativas. Un acto posible sería similar a aquel de Ed Norton en El club de la pelea: contraatacarse a uno mismo. Los árabes debieran dejar de culpar de todo a los judíos, como si la expansión sionista en Palestina fuese el origen y el motor simbólico de todas las desgracias del mundo árabe, y de ese modo abandonar la noción de que la derrota de Israel es su única chance de afirmación. Se equivocan los palestinos cuando proclaman que la liberación de los territorios ocupados por Israel sentará las bases para la democratización del mundo árabe. Lo entienden todo al revés: deberían empezar por cuestionar abiertamente los corruptos regímenes religioso-militares de Siria y Arabia Saudita, que se escudan en la ocupación israelí para legitimar sus tiranías. Paradójicamente, esa fijación con Israel es la razón fundamental para que los árabes estén perdiendo la batalla. El significado básico de jihad no es el de guerra contra un enemigo exterior, sino el de un proceso de purificación interior, individual: la lucha de cada sujeto contra sus flaquezas y fallas morales. Tal vez sea hora de que los musulmanes abandonen la práctica de la jihad en su sentido más conocido públicamente y se dediquen a practicarla en su verdadera dimensión.

Surge entonces la gran pregunta: ¿cuál sería hoy el único acto ético radical posible para resolver el conflicto en el Medio Oriente? Para ambos, árabes y judíos, consistiría en renunciar al control político de Jerusalén. Esto es, auspiciar la transformación del viejo pueblo de Jerusalén en un lugar extra-estatal de veneración religiosa, controlado temporalmente por alguna fuerza internacional. Lo que ambos bandos deben entender es que al renunciar a Jerusalén en realidad no renuncian a nada. Ganan. Habrán ganado la elevación de Jerusalén a un lugar más allá de la política: un lugar sagrado. Lo que habrán perdido será, sencillamente, lo que merece perderse: la reducción de la religión a mero elemento disuasorio en las intrigas del poder.

Este sería el gran evento en Medio Oriente. La apertura a una verdadera política universal, en el sentido paulista: “no hay para nosotros ni judíos ni palestinos”. Ambas partes deberán entender que con esta renuncia a la nación-estado étnicamente “pura” habrán alcanzado la liberación, y no celebrado un sacrificio para el otro.

Si hay algo común a judíos y palestinos es el exilio. La diáspora es parte constitutiva de sus historias, de sus identidades como pueblos. ¿Qué pasaría si ellos se encontraran, animados por este espíritu común, bajo esta base empática: vale decir, no ya a partir de la premisa de ocupar, poseer, dominar o dividir un territorio, sino de custodiar ambos un territorio sagrado y ofrecerlo como refugio abierto a todos aquellos condenados a errar de un lado a otro sin hogar?

¿Y si Jerusalén, en un acto de extremo coraje político, fuese convertido no ya en el hogar exclusivo de judíos o de palestinos, sino en el hogar de todos aquellos sin hogar? Esta solidaridad compartida sería la única posibilidad de reconciliarse: la certeza de que al pelear con el otro uno solamente combate aquello que es más vulnerable en su propio ser. Por eso es que, con absoluta conciencia de la gravedad del conflicto y sus posibles consecuencias, uno debería insistir hoy más que nunca en que se trata de un falso conflicto, de un conflicto que emborrasca y pervierte el verdadero objetivo.

(Tomado del libro Violence: Profile Books, UK, Nov. 2008)

1. The Revolt, New York: Dell, 1977

2. La solicitada cubre toda una página y aparece impresa en la pg. 42 de la edición del 14 de mayo de 1947 del New York Post. (Se puede leer online).

3. Discurso citado en Time magazine, 24 de Julio del 2006.

4. Justice, Not Vengeance, London: Mandarin, 1989.

5. Norman Davies, Europe At War, London: Macmillan, 2006, pg. 59.


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