viernes, 3 de octubre de 2008

Algunas Conjeturas sobre El Lugar del Cuerpo (parte 3)

En este tercer y penúltimo aporte, observando desplazamientos y vueltas, se avecina el remate de esta lectura exhaustiva de la novela El Lugar del Cuerpo de Rodrigo Hasbún.

III. LOS REGRESOS. EL LUGAR DE LO POSTUMO

Juan González

Yo no logro explicarme con qué cadenas me atas,

con qué hierbas me cautivas,

dulce tierra boliviana

Savia Andina

a. Allá lejos y hace tiempo

“El sexo nos devuelve al mundo […] El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias”, afirma la protagonista de la novela debut de Rodrigo Hasbún. Hay que leer este pasaje sin olvidar que quien lo (a)firma es Elena. No es la Dra. Rampolla. Ni el hermano Pablo (el de los “mensajes a la conciencia”, digo). Es esa Elena madura, anciana incluso, que escribe sus memorias y ha acabado por adquirir una relación psicótica con el lenguaje. No lo dice en el sentido pop de que en el sexo ocurre el Gran Encuentro, el salto ontológico hacia el otro, la fusión de dos almas, la comunión cósmica entre las dos mitades que se buscaban a ciegas desde el inicio de los tiempos y demás cháchara sanvalentinesca. No precisamente. En Elena, el sentido de la frase es totalmente opuesto al sentido común: eso de que el sexo “disuelve las apariencias” no tiene significado poético ni metafórico. Significa lo que dice cruda y literalmente: que el sexo saca de foco lo que se ve en primer plano: abole, oblitera la apariencia, lo efímero, lo transitorio. Que disuelve las apariencias y da paso a la verdad que permanece ajena a los cambios circunstanciales (los del cuerpo, por ejplo): “nos muestra como somos”. Y ya sabemos que la Elena madura no es lo que parece. Que ella descree, en la vida y la literatura (entidades que su psicosis le impide distinguir), del “desarrollo”, de la “continuidad”. Vuelvo a un pasaje citado en la parte anterior: “Me gusta que me culeen, repetía Elena, que hagan conmigo lo que quieran […] Abúsame, decía Elena, sacudiendo cada vez con más fuerza el pene y recordando el jardín donde se perdía tardes enteras esa niña que fue hace parecía tanto”. Parecía hace tanto… Esas son las apariencias que Elena busca “disolver” en el sexo (por lo demás, curioso verbo ese “disolver”. Zygmunt Bauman, el teórico de las “sociedades líquidas”, estaría de lo más contento): la Elena madura es “disuelta” y reaparece la Elena de la escena fundacional, la única y verdadera Elena: la que por ese evento irrepetible “supo más sobre sí misma y sobre todos los demás que nunca antes y nunca después”. Porque es en el sexo que ella logra irse muy lejos, tan lejos que regresa a sí misma: el sexo devuelve al mundo a esa niña. Pero, claro, la niña ya no está allí (“A los veinte años creía que entendería mejor a los treinta. A los treinta creía que entendería mejor a los cuarenta. Aquí estoy. Aquí sigo”). ¿Quién ocupa en ese lugar entonces? ¿Cuál es, en fin, el lugar del cuerpo de Elena?

La cuarta parte de El lugar del cuerpo cuenta el regreso al país, a la familia. La narración, como en toda la novela, corre por cuenta del Narrador y de Elena. Si en la tercera parte la narración era monopolizada por escenas de Elena escribiendo su diario o corrigiendo borradores de un libro (y estos “juegos de disociación y desdoblamiento, de múltiples pliegues afuera-adentro, de envíos yo y no-yo” [así Anzieu] se complementaban con una tercera instancia de narración: Elena anciana, luego del encuentro con la familia, a punto de morir, dando los últimos retoques a su libro póstumo), en esta parte final la narración va y viene constantemente de dos lugares y dos tiempos: (a) el aeropuerto, donde Elena y Günter (su último marido) esperan el momento de que Elena aborde el avión, y (b) el país, la casa familiar, la ciudad natal, treinta años después: Elena (una escritora reconocida) ya ha regresado y se reencuentra con su familia. No sabemos si Elena se queda en su país (sabemos que su matrimonio se acaba cuando ella sube al avión y que, más tarde, ella concluye su libro póstumo en una suerte de asilo). No se explicita ese detalle: está fuera de la novela. No ha lugar. Lo cual hace pensar que luego del regreso a su innominado país Elena queda en un limbo, en un no lugar, y que en realidad no importa dónde esté, ya que lo único que cuenta (para ella y el Narrador) es hacer saber que escribe, que relee el diario y que prepara “el libro de memorias, el libro de la desaparición”. Recordemos que no le importan: “Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes, desarrollo, continuidad […] Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”. Así tiene que ser. Otra Elena, Hélène Cixous, ha explicado muy bien esta tensión esquizoide: “Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos yoes que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio. Escribir la propia autobiografía es siempre una verdad a medias; una ficción". Tel quel. Pero me adelanto.

Antes de seguir con esto, creo necesario que entendamos cómo piensa Elena, en el borde ya de la psicosis (allí, el lenguaje es toda la realidad). Para ella, si A=B y B=C y C=D, entonces, A=C, entonces, A=D. Si, como ella dice, el sexo disuelve las apariencias y si el sexo y la muerte son las únicas verdades absolutas, entonces, por transitividad, en su mente la muerte disuelve las apariencias. Elena regresa a su país y encuentra que en su familia todo ha cambiado. ¿Será? Tal vez no. Un poco ése es el sentido de que esta cuarta parte se cuente en futuro y presente (o pasado y presente, según desde donde se vea): indagar si hay algo allí donde sólo hay distancia, apariencia, ruina. Todo visto desde mí. Cuando Elena regresa, se encuentra con que su padre agoniza (morirá poco después, sin poder hablar con ella), que su madre está loca y que Pablo es un respetable padre de familia (tiene tres hijos). Todo ha cambiado. ¿Es así de verdad?

La muerte disuelve las apariencias: Elena regresa a Lo Mismo. Nada ha cambiado. No hay desarrollo. No hay continuidad. Ha sido devuelta a cuando era niña: ya entonces el padre estaba simbólicamente muerto, puesto que el tabú del incesto lo había quebrado el hermano mayor. Y su madre ahora está loca, fuera de la razón, de la norma, tal y como antes, ya que, como sabemos, su madre tenía amoríos con Karim: estaba fuera del pacto, en la transgresión, en otro lugar: en el secreto. Elena sabía que esto era exactamente lo que iba a encontrar. “Tengo miedo de ver a mi madre. No puedo dejar de imaginar que está mal de la cabeza (…), que no se da cuenta de nada. Sé que es idiota de mi parte, infantil, pero no puedo dejar de imaginármela así” (p. 127). Tal vez temía regresar y descubrir que todos sus esfuerzos por sacarse aquello de encima habían sido en vano. En el aeropuerto, Elena está paralizada de pánico, no quiere viajar, quiere cancelar el viaje. Quizás su temor era equivocarse: regresar y que de verdad todo fuese distinto. No fue así. En el aeropuerto la esperan Pablo, Kim y los hijos de ambos. “Intenta saludarlos afectuosamente pero es imposible, no hay vínculos ni afectos” (p. 117). Pasa lo mismo con el resto de la familia: “Desconocidos que antes estuvieron cerca, que en algún momento fueron lo que había más cerca posible” (p. 116). Ni siquiera puede hablar con su madre, porque cuando alguien quiere charlar con ella, Luisa contesta cantando. “Lleva a su madre a pasear. Está perdida, anulada, lejos. ¿Tú sabías lo que sucedía entonces?, le pregunta o se le ocurre que debería preguntarle. Su madre sonríe. Murmura algo, comienza a tararear una canción” (p. 124). No hay comunicación. Elena, la que siempre calló, vuelve también al silencio de antes, a los pozos del secreto. Como antes. El padre muere antes de poder decirle nada. Mientras todos estos desencuentros se suceden, la reacción de Elena es, como antes, volcar sus emociones en el diario. “Se queda todo el día al lado de la tumba de su padre, apuntando en su diario todo lo que se le ocurre” (p. 126). Nada ha cambiado (de niña, cuando las violaciones, “los padres dormían al lado”). “Mientras pueda seguir haciéndolo todo irá bien. Más palabras, la vida para escribir la vida. Aunque no se entienda”. (Su reacción al reencontrarse después de 30 años con el paisaje de su ciudad: “El mismo aeropuerto diminuto y destartalado” (p. 117), “No reconoce nada. Sólo la pobreza y la suciedad, las casas mal construidas”).

Lo más significativo del regreso (que se nos cuenta sub specie aeternitatis, ya que no podemos saber qué tan largo es el periodo que se narra) es la aparición de un niño en la cerrada escena familiar: un sobrino de Elena (hijo menor de su hermano violador). Es inmediato imaginar cuál es la proyección que hace Elena (biológicamente, ella pudo haber tenido un hijo con su hermano, y en un sentido, en su borde psicótico, ella añora esa posibilidad: con sus parejas sólo tuvo abortos, no sabemos si naturales o deliberados). No nos puede sorprender, dada la geometría perversa de la novela, que ese niño quiera ser escritor. Elena lee “sus cuentos” (los cuentos de él) y opina que “son ingenuos, adolecen de dificultades irremediables” (p. 123). “Debes seguir escribiendo […] Y leyendo mucho y releyendo. Analizando cuidadosamente por qué funcionan tan bien los libros de los escritores que admiras” (p. 124), le dice. Ese niño, en el testimonio de Elena (desplazado en su imaginario psicótico al lugar de hijo suyo, claro), no tiene nombre: ¿cómo iba a tenerlo, si es, para ella, el producto de un incesto? Lo monstruoso es, justamente, lo que no tiene nombre.

[En un texto tan cerrado en el lenguaje como éste, habría que detenerse en la trama que definen los nombres de los protagonistas secundarios (“Todo visto desde mí”, afirma Elena; fuera de ella, todo es secundario –el solipsismo es una de las formas más radicales de violencia). Los nombres de aquellos personajes que definen el Afuera son todos naturales de lenguas extranjeras: Kim (que reemplaza a Elena como objeto de deseo de Pablo), Karim (con quien la madre de Elena engaña al marido), Bertrand (primer marido), Günter (segundo marido), el señor Smith (notar que todos estos personajes inciden en la vida de Elena para hacerla cambiar de lugar en determinada estructura simbólica). Los del circuito del Adentro son normalitos, comunes a los usos del español: Jorge, Luisa, Darío, Pablo. Todos estos personajes carecen de apellido. Excepto el señor Smith y la señora Monzó (quienes, inversa y complementariamente, carecen de nombre de pila). Esta señora es quien le da trabajo a Elena: de baby sitter, de canguro: CUIDANDO NIÑOS. ¿Y qué hace Elena la primera noche, cuando se queda sola?: se lleva a Darío (cuyo nombre es casi “Diario”) y tienen sexo en la sala. El señor Smith es el director del colegio. En la escena del salto de curso, los otros profes presentes se aluden tan sólo por su función en la estructura (del colegio): profe de Historia y profe de Biología (no necesitan nombre: son lugares de saber. Historia es memoria, documento, ruina, museo; Biología es vida, evolución, ley natural. En esa curiosa e importantísima escena está presente también la profesora de Matemáticas, pero –y esto es lindísimo– ella no participa de la reunión, sale de la escena a hacer café). Curiosamente, Matemáticas es la materia preferida de Elena (Historia también le gusta, pero menos). ¿Por qué? Fácil: las Matemáticas son un sistema abstracto, torre de marfil, ajeno al mundo, universal (al menos, hasta que irrumpe un nuevo paradigma). Trabajan con verdades eternas, incorruptibles (bueno, no es tan así, pero una niña no tiene por qué saber de las delicias de la geometría de Riemann, los espacios de Hillbert y esas cosas): 2 + 2 siempre será 4. En la abstracción de las matemáticas, el mundo no tiene importancia: es, a lo sumo, una hipótesis. Vale decir que ya desde niña Elena experimentó la seducción de un lenguaje neutro, a salvo de impurezas, de marcas de pertenencia de sus usuarios].

Y ahora veamos la escena del encuentro a solas con Pablo. Sin olvidar que la narración va y viene de la escena en el aeropuerto, entre Elena y Günter, tramando un contrapunto emocional bastante curioso --narrado, eso sí, sin estridencias [Vale decir que se establece un juego de correspondencias inversas: simultáneamente, Elena confirma el fracaso de su segundo matrimonio y va al encuentro con su hermano]. Pablo le pregunta si ella se acuerda de un viejo amigo. Elena, tajante, dice que ha olvidado casi todo (miente, por supuesto). El hermano dice recordarlo todo. Sobra decir más. Ante el secreto, el lenguaje no puede nada: el lenguaje del secreto es la negación del lenguaje: el silencio. Pablo “la mira fijamente y parecería que está pidiéndole perdón. Quizás eso es lo único que necesitaba de su parte, un silencio significativo, la más ligera sombra de arrepentimiento. Demoro décadas. Algo, quizá, se cierra al fin”. (p. 128). En ese pudoroso “quizá” hay un acceso a lo que se juega en esa escena clave. Pablo no ha muerto aún. Y sólo la muerte disuelve las apariencias. Y Elena nos dice que “parece” que él (le) pide perdón. Los 30 años de silencio de Elena son “compensados” con un silencio significativo. Y eso a ella le basta para intentar un cierre. Más tarde, cuando el hermano muera, la anciana Elena se enterará por los periódicos que Kim, mujer de Pablo, muere al ser violada y descuartizada en un ataque callejero. “La realidad supera a la ficción de una forma espeluznante” (p. 84), será todo su comentario. Y al revisar los borradores del libro de memorias, comentará: “Ya no estaba en control, le costaba saber. Miles de mujeres, millones, son abusadas por padres y hermanos […] No pretende escabullirse en un refugio tan común, empobrecido a base de repetición (cierra los ojos y estás ahí, saliva y semen, a veces sangre). Desea hacer énfasis en el perdón, en las transformaciones secretas (…) El pasado no existe. Pero fue así” (p. 92 –las cursivas son mías). Y más tarde, en vena introspectiva: “¿Se puede mencionar las violaciones en la primera página y luego eludir sus consecuencias durante el resto del libro? ¿Cuán determinantes fueron esas violaciones? ¿Cuán reales? ¿Y por qué sucedieron? ¿Debería intentar entenderlo en serio, aunque sea un libro sobre ella y no sobre su hermano? (p. 99). Antes, al releer sus diarios (“más de cuarenta cuadernos”), en busca de material autobiográfico, se sorprende de que en “los que cubren la infancia” no se mencionan las violaciones: “Un lector ajeno jamás las hubiera sospechado, jamás lo hubiera sabido. Epoca diáfana, ligera” (p. 85 [la autosuficiencia y acaso el orgullo de esas frases son transparentes]). Finalmente, tras deducir que ella pertenece al grupo de escritores “cuyas vidas no les interesan ni a ellos mismos”, Elena deja pasar una confesión fulminante: “Sí, quizá lo hace por la provocación. Por darse el gusto. Lo dirá por primera vez, lo admitirá al fin. Que se metieron en su cama, que había noches que su hermano la abusaba. Que eso la marcó para siempre aunque fue buena disimulando” (p. 107 –las cursivas son mías). Ahí está todo. Quizás. Fue buena disimulando, definitivamente.

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